sábado, 17 de marzo de 2012

Esas manos:



Fue en aquel viaje que hicimos al campo después de la discusión que habíamos tenido el día de tu cumpleaños. Era claro que no podías entender lo que te estaba diciendo
Si nunca supiste ni sospechaste lo que sentía, lo que pensaba. Por eso te sorprendió tanto mi confesión, porque en tu mundo era incomprensible que alguien como yo pudiera un día, así de pronto, decir lo que dije.
Comencé hablando de sus manos…
Vos siempre llegabas con ese olor a colonia, impecable ..
Una vez me dijiste que escuchaste algo que dije cuando dormía, y había desprecio en tu voz, como si también fueras dueño de censurarme los sueños de la misma manera que pretendías censurarme la vida.
Hasta que surgió en mí la pregunta ¿por qué ocultártelo? ¿Si mi intensión nunca fue herirte….?
¿Pero cómo explicarte que desde hacía varios años tu pulcritud, me había empezado a causar asco? Que ya no me alcanzaba mi vida envuelta en “lysoform” porque lo que pretendía era sentir que estaba viva.
No, no te mentí, él no era el culpable, eran sus manos.
Grandes, fuertes, ásperas por momentos. Sus manos que soñaba y a las que quería asirme, amarrarme, encadenarme y quedar pegada para siempre.

miércoles, 15 de febrero de 2012

No la vi


¿Sabés?, ahora que me lo preguntás… Sí me acuerdo, me acuerdo claramente. El verano de hace tres o cuatro años. Vivíamos todavía en ese departamento muy chiquito sobre la calle Olaya y a vos te gustaba salir al balcón, apoyarte en la baranda y espiar la placita. Sí, espiar, porque nadie sale a mirar una plaza a las tres o cuatro de la madrugada para ver si la ve pasar…

Esa noche me acuerdo que estaba el cielo despejado, se veían todas las estrellas, el pronóstico se había equivocado fiero, ni lluvia, ni bancos de niebla, nada, sólo una luna que crecía y que alumbraba todo.

Esa noche habíamos ido a ver esa película italiana, ¿cómo se llamaba? No puedo acordarme, no importa, pero de lo que sí me acuerdo es de vos en el balcón espiando, mirando la parte de los juegos, la que estaba pegada a la calesita. De tu grito me acuerdo, de ese ¡Alberto vení!

Que entraste corriendo y que casi te matás con el sillón, siempre dijimos que había que correrlo, que estaba demasiado cerca del balcón, que en la esquinita iba a quedar mejor, pero nunca lo hicimos. Así éramos nosotros, decíamos cosas, planeábamos cosas y nunca las hacíamos. Entraste corriendo y me agarraste del brazo sin esperar que yo me levante, que deje el vaso de té sobre la mesa, que me ponga los anteojos, nada, entraste corriendo, sólo repetías “Alberto vení”.

Y yo claro, fui, ¿qué otra cosa podía hacer? Fui, pero entonces no vi lo que querías o esperabas que viera. No la vi hamacarse detrás del tobogán como vos asegurabas la habías visto. No vi nada, apenas a ese perro que más de una noche no nos dejaba dormir con sus ladridos.

Pero a ella no la vi, ¿la hamaca? … sí, tenías razón, un poco se movía.